“Sí, aquello que conoces en la infancia lo conoces para toda la vida, pero también aquello que no conoces en la infancia no lo conoces para toda la vida.”
Marina Tsvietáieva
Memorias de la infancia, novela-homenaje, indagación autobiografía y poética… etiquetas todas insuficientes para acercarnos al sutil e inclasificable Mi Pushkin, de Marina Tsvietáieva, que publicó Acantilado (2009) en la traducción de Selma Ancira.
Se trata de un texto breve escrito en 1937, cuando la autora ya ha conocido en profundidad el dolor: la soledad, la miseria, la muerte por hambre de una de sus hijas. Proveniente de una familia culta y acomodada, Tsvietáieva nació en la Rusia zarista, fue testigo del estallido de la Revolución de octubre y víctima de la represión estalinista. Sufrió los flagelos de la emigración y la persecución política. Pagó también el precio del rechazo por su espíritu libre, su escritura transgresora, sus amores inconvenientes. La tragedia cortó su vuelo al regreso a la Unión Soviética, a la que viaja en el 39 para intentar reencontrarse con parte de su familia. Al conocer el fusilamiento de su esposo y la deportación de su hija a un campo de concentración, se suicida ahorcándose -dicen que con la cuerda con la que ataba su maleta del exilio-. Tenía 48 años y dejaba una hermosísima obra, en su mayoría dispersa o perdida en su desesperada deambulación por Alemania, Francia, Checolosvaquia, hasta su último destino, la aldea tártara de Elábuga.
Al paciente amor de su hija Ariadna debemos la recopilación de muchas de sus cartas, diarios y anotaciones que componen un extenso retrato de la artista: Marina Tsvietáieva, mi madre, publicado por Circe en el 2009. En sus páginas, y sobre todo en esa especie de currículo de devociones que es Respuesta a un cuestionario, Tsvietáieva nos habla de sus influencias: en su infancia, la música, la naturaleza, los poetas franceses y alemanes, la pasión por lo napoleónico. En su casa –dice– más que un ambiente burgués o intelectual, lo que se respiraba era un aire caballeresco, la vida entendida de manera sublime. Entre sus autores más queridos: su amigo Pasternak, con el que mantuvo una larga correspondencia; Rilke (“usted es aquello de donde nace la poesía”), al que dedica su famosa Carta de año nuevo; Anna Ajmátova, de la que se sentía hermana y compañera de armas; el venerado padre del simbolismo ruso, al que dedica la antología Versos a Blok; y sobre todo su Pushkin, el poeta-faro, que es para ella su patria y la manifestación encarnada de lo poético.
Es en las páginas de este breve ensayo autobiográfico donde Tsvietáieva indaga con más profundidad en las raíces de lo que el poeta icónico ruso significó en su vida y en su obra, para ella experiencias inseparables. El primer Puskhin fue el poeta muerto –en el cuadro El duelo, de Naúmov– que contemplaba en la habitación de su madre, y el origen de la más radical de sus elecciones: entre el poeta y el mundo, elige al primero y hace de su protección contra todos su principal causa.
Vino después la estatua de Puskhin, que se convirtió en el hito geográfico que marcaba los recorridos físicos y emocionales de su infancia. Pushkin fue la primera visión de la inmutabilidad, la primera medida del espacio, su primer encuentro con el contraste entre lo blanco y lo negro, del que derivará otra radical opción: “en aquel momento y para siempre elegí al negro y no al blanco (…) : el pensamiento negro, el sino negro, la vida negra”.
Vinieron después las obras del poeta, las que le contagiaron un amor por las palabras –aún cuando todavía no podía comprenderlas con claridad– que ya nunca la abandonaría. Escándalo de su madre cuando eligió a una muñeca por sus ojos apasionados, escándalo redoblado cuando la niña, intentando rectificar, los definió como terribles. La pequeña Marina prefería siempre al lobo frente al cordero. Su primera escena amorosa, el encuentro en un banco entre Tatiana y Oneguin, prefigura sus amores imposibles: “Desde aquel mismo momento no quise ser feliz y con ello me condené al no-amor”.
Pushkin fue su mar antes de conocer la realidad de las olas. De su poema “A la nana” aprendió la ternura filial, de “Los demonios” y “El vampiro”, la piedad por el maldito. “Los gitanos” le fascinó para siempre con su sentido trágico de la pasión. "Todo esto era Rusia y mi infancia" –concluye– y con su obra construirá un testimonio de lealtad a estas revelaciones primordiales. Porque en una vida marcada por los adioses y las separaciones, los versos fueron para ella “el único elemento del cual no te despides – jamás”.
Tsvietáieva, Marina, Mi Pushkin. Barcelona: Acantilado, 2009.Traducción de Selma Ancira.
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