miércoles, 10 de abril de 2013

ELOGIO DE LA TRISTEZA

Antología del cuento triste
"Para ser crónicamente feliz, uno deber ser también absolutamente idiota."
Gustave Flaubert

La tristeza tiene hoy día muy mala prensa. Confundida y solapada a menudo con esa plaga contemporánea que es la depresión, la tristeza y sus hermanas –la melancolía, la nostalgia– tienden a considerarse emociones malsanas a extirpar a golpe de fármaco o de retoque quirúrgico. La juventud, el éxito y la alegría son valores dominantes y artículos asequibles que la industria del consumo nos impone como el deseable rendimiento de una vida sana y normalizada. La ciencia, el arte, y las inagotables sirenas de la publicidad entronizan la felicidad como el objetivo último, el máximo producto codiciable al que todos nuestros esfuerzos deberían tender.

No siempre ha sido así, y  toda una tradición de la tristeza en la literatura y el arte en general viene a corroborar el prestigio de tan universal emoción. Desde nuestras nostálgicas Cantigas de amigo al Ya no seré feliz borgiano, pasando por la desesperanza oficial de las voces románticas, el desgarro que alienta en tangos y boleros, el pesimismo de las visiones de Goya o Solana –son solo algunos ejemplos azarosos– es posible trazar un elocuente elogio de la tristeza. No es solo que sea tan sana y necesaria para nuestra construcción personal y social como la ira o la alegría, sino que su elaboración permite disfrutar de algunas de las cimas de la creación artística universal.

Hay que agradecer entonces a Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs la feliz idea de reunir en su Antología del cuento triste (1990) veinticuatro ejemplos del depurado arte de la tristeza. La idea surgió en un vuelo de regreso a México desde la alegre Nueva Orleans. Un repaso por las páginas de Our Town, de Thornton Wilder, The Spoon River Antology, de Edgar Lee Master, o de esa obra maestra de la desolación que es Pedro Páramo, de Juan Rulfo, les hizo concebir el proyecto de antologar algunos de los cuentos que, además de contar con una indudable calidad literaria, respondieran a sus particulares elecciones en la expresión de la tristeza. Se recogen así las muestras de veintidós autores de catorce países, a lo largo de  un recorrido de más de 500 páginas y dos siglos literarios.  

La tristeza cobra aquí los tintes de la obstinada melancolía: Bartleby, el escribiente, de  Herman Melville, la desesperanza ante la injusticia:¡Adiós, Cordera!, de Clarín, o el guiño cómico: Homenaje a Masoch, del propio Monterroso. Los animales están presentes en varios de los cuentos seleccionados: además de la maternal vaca del ya citado cuento de Clarín, en esa afligida reflexión sobre la naturaleza humana que es Yzur, de Leopoldo Lugones; en El Canario, donde Katherine Mansfield define la tristeza como un aliento indiscernible de la propia respiración; en el alegórico título de La cigarra, de Anton Chéjov, para el que la desdicha es fruto del desperdicio y la ceguera ante lo auténticamente valioso; y en uno de mis favoritos, el magistral Tobías Mindernickel, de Thomas Mann, donde la víctima de la crueldad se transforma en patético torturador.

Los personajes de estas historias son a veces criaturas enfrentadas al callejón sin salida de la vejez y el abandono: los ancianos del cuento de Arna Bontemps Una tragedia estival, o la penosa Hattie de Irse de la casa amarilla, de Saul Bellow. Sufren la dura intemperie de la pobreza: Un alma de Dios, de Gustave Flaubert, cuyo famoso loro fue novelado por Julian Barnes, la Madre de pueblo de Corrado Alvaro o los  trágicos mendigos de Semos malos, de Salarrué. O permanecen encerrados en las asfixiantes cárceles del orgullo, el miedo o la soledad: Una rosa para Emily –imprescindible– y Miss Zilphia Gant, ambos de William Faulkner, o La gran rubia, de la  insobornablemente ácida Dorothy Parker.

En otros, la tristeza es un sentimiento que no se explicita pero tiñe de una forma absoluta todo lo que acontece: Una nubecilla, de James Joyce, Un sueño realizado, de Juan Carlos Onetti, Correspondencia, de Carson McCullers, o la pesadilla opresora de Luvina, de Juan Rulfo.

Cada uno de nosotros –sujetos emocionales, lectores de una ficción que no excluye la tristeza, espectadores no adictos al happy end– contamos con nuestra propia antología del cuento triste, esas historias que nos acompañan ya en los primeros cuentos infantiles y que después seleccionamos entre las lecturas que nos conmueven de una forma singular. Entre las mías –y por no repetir algunos de los autores citados– incluiría Mi tío Jules, de Guy de Maupassant, El pupilo, de Henry James y Caballos en la niebla, de Raymond Carver.

Frente a la impuesta dictadura de la felicidad, habrá que recordar aquí el silogismo que en el prólogo del libro concluyen esa pareja de amantes del humor que son Monterroso y Jacobs:

 “La tristeza es como la alegría: si te detienes a examinar sus causas acabas con ella. ¿Y quien quiere acabar con la tristeza? ¿O deberíamos decir: quién puede acabar con ella? La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste.”


Monterroso, Augusto y Jacobs, Bárbara, Antología del cuento triste (1990). Madrid: Alfaguara, 2000. 

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