viernes, 13 de septiembre de 2013

LA INDOMABLE OLA BAUDELAIRE

Charles Baudelaire

“Nada  más cosmopolita que lo Eterno”
Charles Baudelaire.

Con La Folie Baudelaire, Roberto Calasso (Florencia, 1941) nos entrega uno de esos ensayos en los que la realidad se nos desvela como un inmenso tapiz de analogías, una feliz trama de entrecruzamientos entre autores, épocas, disciplinas y significados. Como él mismo señala, la palabra clave en su obra es el término sánscrito bandhu, que remite a una resignificación de cada cosa al entrar en conexión con la totalidad. De este modo, sus libros parecen contenerse y completarse en un fecundo despliegue de sincronías, y así puede decirse que La Folie Baudelaire tiene ya su germen en La ruina de Kasch, cuyo protagonista –Tayllerand– se movió como nadie entre las aguas del  Ancien Régime y el nuevo mundo que alumbró la Revolución Francesa.

También Baudelaire, padre de la nueva sensibilidad que se denominó modernidad, forma parte para Calasso de una inmensa ola que incluye a Chateubriand, Stendhal, Ingres, Rimbaud, Flaubert, Degas, Manet, Delacroix, Lautréamont, Mallarmé, Laforgue, Rimbaud, Proust y tantos otros, una ola que continúa su travesía hacia “el fondo de lo desconocido”, y que en el caso del autor de Les Fleurs du mal es ante todo una mirada interesada en la “oscuridad natural de las cosas”.

Poeta de la provocación, príncipe decadentista, empedernido flâneur y comentarista de las novedades de los Salons, Baudelaire es presentado sobre todo como un autor metafísico –no en vano Nietzsche lo consideró el más alemán de los franceses– y no porque fuera dado a las especulaciones filosóficas, sino porque en palabras de Calasso, poseía “la capacidad fulgurante de percibir aquello que es”. El lenguaje será para Baudelaire la auténtica Musa, un misterio que cortejó con “furor y paciencia”, devoto de la misma religión que llevó a Proust a afirmar que la única vida plenamente vivida es la literatura.

Pero fue también Baudelaire un hijo incuestionable de su tiempo, una época  que conoció el privilegiado diálogo entre las nuevas formulaciones literarias y una pintura que alumbraba un universo radicalmente nuevo. Una liaison que en Baudelaire adquiere casi tintes fisiológicos y en la que tomó partido por aquellas imágenes que su “diablo de las analogías” le indicaba como propias. Toda una mística de las correspondencias en la que adopta a la imaginación como la más radical de las indagaciones científicas. Es por esto que –contra Ingres– Baudelaire hizo de Delacroix una causa y –a distancia de su amigo Manet– privilegió con su admiración y complicidad a Guys, al que definió abiertamente como “el pintor de la vida moderna”.

Contra la Naturaleza como imagen del Bien, gastado telón de fondo de la actividad humana, se rebela  Baudelaire y opone la Naturaleza misteriosa y sagrada. Contra la insípida alcoba de los románticos –como indica su mejor lector, Laforgue– fue el primero en introducir en la literatura “el aburrimiento de la voluptuosidad y su peculiar decorado: la habitación triste”. Contra Maistre, desarrolló toda una “teología de la prostitución” que es brillantemente analizada por Calasso en el capítulo dedicado al sueño del burdel-museo.

El malévolo Sainte-Beuve temía su genialidad y lo ninguneó en sus críticas, prefiriendo la respetable mediocridad de autores hoy olvidados, pero supo –según Calasso- fijar como nadie el locus de Baudelaire, cuando señala:

“M. Baudelaire ha encontrado la manera de construirse, en el extremo de una lengua de tierra considerada inhabitable y más allá de los confines del romanticismo conocido, un quiosco raro, muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso, donde se lee a Edgar Poe, donde se recitan sonetos exquisitos, donde nos embriagamos con hachís para después reflexionar sobre ello, donde se toma opio y mil drogas abominables en tazas de porcelana muy fina. Este quiosco peculiar, hecho de marquetería, de una originalidad ajustada y compleja, que desde hace un tiempo atrae las miradas hacia la punta extrema de la Kamchatka romántica, yo lo denomino la folie Baudelaire".

Barbey d’Aurevilly puso en su sitio a Sainte-Beuve al denunciar demoledoramente su infatuación y resentimiento. La literatura ha acabado concediendo una ciudadanía eterna al exiliado Baudelaire.
   
Calasso, Roberto, La Folie Baudelaire. Barcelona. Anagrama, 2011. Traducción Edgardo Dobry.

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